Los cuatro escultores aquí estudiados, herederos de una tradición con cosmovisiones y posiciones filosóficas como el budismo zen, el wabi sabi —simplicidad y descubrimiento de la belleza esencial, búsqueda ideal que trasciende las realidades visibles— o el shibui—rudo, áspero, la estética de la cosas familiares: una piedra, una rama seca, una flor—, viajaron en algún momento a México, donde han vivido en diferentes épocas y desarrollado parte importante de su producción artística.
Una pregunta ronda las páginas de este libro: ¿por qué a los escultores japoneses les atrae la cultura mexicana, en particular la escultura mesoamericana? Más allá del virtuosismo en la creación de la imagen o la figura, estos artistas parecen haber vislumbrado, y reflejado en sus propias piezas, la energía, la espiritualidad en la escultura producida por las civilizaciones precolombinas; un atisbo a lo inacabado, a lo no simétrico; un intento por dar expresión plástica al concepto de lo divino hasta donde lo permite la condición humana.
No es precisamente que la producción escultórica de estos artistas sea una lección de doctrina religiosa. Se trata de una filosofía de vida oriental llevada a su máxima expresión. Pasará el tiempo y nos seguirá asombrando lo japonés, esa herencia que va quedando de a poco en los mexicanos como observadores o como discípulos.